Por Jesús Redondo, profesor de la Universidad de Chile
La desigualdad es como un virus que se expande
aceleradamente por todos los rincones del planeta. Como señala Thomas Piketty
en su libro El capital en el siglo XXI, nunca la riqueza ha estado más
concentrada en el 1% de la población, como en el momento actual.
No es por causas naturales que se expande la
"pandemia" de la desigualdad, son más bien por intereses económicos,
sociales y culturales, los cuales multiplican sin cesar su efecto mortífero. La
desigualdad es un virus artificial, producido históricamente, que mata
personas, grupos e identidades culturales. Tiene lugares de fabricación y se
introduce en la subjetividad corporal de las personas, actuando de forma
permanente. Su contenido o programación no es otra sino la codicia
individualista, aunque es más conocida con el nombre técnico de
"eficiencia". Codicia y eficiencia orientadas a la acumulación de la
riqueza en muy pocas manos. El ejercicio del biopoder sobre el “tiempo” de los
otros (las grandes mayorías) para ponerlo al servicio de los intereses individuales,
sociales, políticos y culturales del 1% más rico y poderoso.
Muchos estudios tratan de descubrir las causas de la
desigualdad en la “naturaleza” (genética o social) de las poblaciones
“vulnerables”, eufemismo actual para nombrar a la pobreza causada por la
vulneración de los derechos humanos de las mayorías, pero haciendo caer el peso
de la “culpa-causa” en los que la soportan y aún sobreviven. Analizan las
condiciones humanas, sociales y culturales asociadas a la capacidad de
subsistencia en condiciones extremas (resiliencia?) para orientar así las
políticas de gobernabilidad no conflictiva sin correr riesgos de ineficiencia,
alimentando la codicia. Algunos estudios incluso se orientan a señalar que es
la educación la gran herramienta con la que es posible hacer frente a la
desigualdad. Pero la realidad parece ser otra.
En la historia escolar latinoamericana, han sido las
escuelas el lugar de fabricación de las identidades nacionales en los albores
de las repúblicas independientes de la corona española y durante todo el siglo
XIX, bajo el supuesto de que el mejor antídoto contra la desigualdad reside en
vencer la ignorancia popular, dotando a toda la población de la mínima
alfabetización necesaria para ser “ciudadanos” del nuevo orden colonial criollo.
La orientación liberal-conservadora de las políticas de escolarización resultó
funcional al modelo de desarrollo centrado en los intereses de las élites
locales. Los conflictos entre liberales y conservadores se dieron dentro de
este marco común, que justificó la marginación en las escuelas de las culturas
originarias y populares por falta de “ilustración”.
Durante la primera parte del siglo XX, la inercia
liberal-conservadora es superada por una visión desarrollista y tecnocrática,
mediante la cual se promueve una expansión sostenida de la educación
obligatoria, ampliada progresivamente a la enseñanza media. Esta expansión
fabrica y consolida las emergentes clases medias aliadas de las
administraciones estatales, la tecnocracia y el modelo latinoamericano de
semi-bienestar en sociedades muy segmentadas y duales. Se trata de incluir a
todos pero en sus lugares, los correspondientes a sus logros escolares.
Finalmente, tras las crisis de fines de los sesenta se
impone la alianza - forzada por los regímenes dictatoriales - entre
neoconservadores, liberales y tecnócratas, que dará origen al ciclo neoliberal
en el que todavía se encuentran algunos países del continente. En él la escuela
se privatiza y mercantiliza, funcional al ciclo de desarrollo económico
extractivista, especulativo, financiero y globalizado, sino sobre todo extrema
su esencia de fabricadora de la desigualdad. El periodo neoliberal generaliza y
extiende la escolaridad como nunca antes, incluso a la educación terciaria y al
preescolar; pero lo hace en muchos casos como mero campo de “eficientes
ganancias”, generando la transformación de la educación en mera “escolaridad
instrumental productiva” centrada en fabricar “capital humano”; alejándose de
todos los ideales educativos y su consideración como derecho humano. Se genera
un mercado diverso de ofertas escolares que las familias pueden
“comparar/elegir”, con diversas “calidades” y distinto “valor de inversión”,
bajo los parámetros de una supuesta “empleabilidad” futura.
Las funciones contradictorias de la escolaridad
Los sistemas escolares asumen las contradicciones del
“mandato social” en su interior, transformando permanentemente las diversidades
en desigualdades.
Nadie cuestiona hoy en día que la educación es un derecho
humano universal, aunque algunos lo interpretan como un derecho meramente
individual, que se garantiza ofreciendo acceso a plazas escolares, sin
consideraciones sobre la educación que realmente construye las escuelas. Otros,
se esfuerzan en plantear que es el proceso y el contenido educativo lo
relevante del derecho humano a la educación y, por lo tanto, es considerado un
derecho social y colectivo, que requiere ser acotado a la pertinencia
contextual específica y real para los diversos países y grupos sociales,
étnicos y culturales. Los sistemas escolares latinoamericanos, que pretenden
ser los canalizadores del derecho humano a la educación, introducen en sí
mismos las contradicciones de la desigualdad de sus sociedades y las derivadas
de estas posiciones ideológicas.
Por una parte, pretendiendo ser funcionales a la demanda
social de preparar a las personas para el desarrollo tecno-económico y los
llamados mercados globalizados, las escuelas tienen que dar prioridad en su
cotidianidad a su función selectiva, frente a su función educativa. Desarrollan
así sus características de promotoras del mérito, la competencia, la jerarquía,
etc. Estos aspectos son potenciados por sistemas de medición externa
estandarizada bajo parámetros de eficiencia econométrica e ingenieril, y con
técnicas de gerenciamiento y mando a distancia, que sustituyen progresivamente
a la función de evaluación educativa.
Los sistemas escolares, más que desarrollar las capacidades
humanas, seleccionan y certifican las competencias demandadas desde los mercados
neoliberales, glolocalizados, segmentados, flexibles y muchas veces corruptos.
Es decir, las escuelas dedican sus energías más a certificar las competencias
de las que los estudiantes son depositarios por sus condiciones sociales,
culturales y familiares, que a educar y desarrollar las capacidades humanas.
Según datos del Segundo Estudio Regional Comparativo y
Explicativo (SERCE) de la UNESCO, como demuestra Cervini, es posible señalar
que las escuelas apenas aportan un 16% de explicación de los resultados en
matemáticas de sexto grado y un 10’6 % de los resultados de lectura. Que el
"efecto país" (sistema escolar) explica el 15,2% de los resultados en
matemáticas y 12,8 % de los resultados en lectura (pero sin Cuba descienden a
un 7,1% y a 7,4% en su capacidad explicativa). El gasto en educación en
proporción al PIB del país, y el coeficiente de desigualdad social de GINI, son
los elementos que mejor explican la variabilidad de influencia de los sistemas
escolares. De todas formas, son el capital económico y el capital cultural de
las familias los que explican en un 53,7% en matemáticas y en un 57,5% en
lectura, los resultados escolares de las pruebas SERCE.
Por otra parte, pretendiendo desarrollar conocimientos,
actitudes y valores democráticos en los estudiantes, que les capaciten para
poder “vivir juntos”, aportando las energías de sus diversidades y de nuevas
generaciones a la vida social común; más bien las escuelas modelan una
ciudadanía sumisa (las notas escolares correlacionan mejor con la sumisión que
con la inteligencia). Fabrican ciudadanos que asumen su lugar en la jerarquía
extremadamente desigual de salarios y de derechos sociales; ciudadanos que se
responsabilizan de su éxito o fracaso escolar y se autoatribuyen las causas de
los resultados de su paso por las escuelas. Ocultan así que, en realidad, las
escuelas reproducen groseramente las desigualdades de origen en cerca de un
95%, resultando el otro 5% apenas un error estadístico funcional a los
objetivos de ocultar su verdadero éxito socio-político de mantener el statu
quo.
Permanentemente aumentan los años de escolaridad obligatoria
de la población, lo que claramente indica un aumento del “capital humano”
disponible; pero ese aumento no correlaciona con un aumento proporcional de los
salarios o de las condiciones de “calidad de vida” de las poblaciones. Los
jóvenes latinoamericanos actuales con educación secundaria completa e incluso
estudios postsecundarios incompletos, tienen los mismos salarios que tuvieron
sus padres con escolaridad básica incompleta. Los jóvenes con títulos de
educación terciaria obtienen, en el mejor de los casos, los salarios que unas
décadas atrás obtenían los egresados de la educación secundaria.
Al mismo tiempo, deja de hablarse de falta de empleos y se
habla de ausencia de condiciones de empleabilidad en los jóvenes actuales.
Nunca antes las generaciones de jóvenes tuvieron tanta formación escolar
(capital humano) y nunca antes hubo tanta falta de empleos. Las escuelas
resultan así funcionales a transformar problemas de organización económica y
política de las sociedades latinoamericanas actuales, en problemas
psicosociales “portados” por las personas, los grupos y los colectivos
“desaventajados” o “vulnerables”.
Finalmente, pretendiendo transmitir la cultura humana, las
escuelas realizan cada día un genocidio cultural permanente de idiomas,
historias, artes, religiones, costumbres, etc. Genocidio de las culturas de
todos aquellos grupos humanos que no son considerados en la cultura
seleccionada y validada en las escuelas, en sus currículos oficiales y en sus
libros. Todas aquellas culturas e identidades humanas que no son posibles de
transformar en procedimientos instrumentales medibles de forma estandarizada y
funcionales a los requerimientos de la “civilización (in)humana occidental”
secuestrada por las pretensiones neoliberales del deseo individual omnipotente
sin los otros y sin Dios.
No por otras razones los datos siempre dicen lo mismo: los
indígenas, los pobres y los campesinos tienen los peores resultados escolares,
y al mismo tiempo son los que menos acceden a la escolarización. Solo las
desigualdades educativas relacionadas con el género han sido efectivamente
reducidas en los últimos decenios en América Latina.
¿Cómo combatir la desigualdad en y desde la educación
escolarizada?
Dado el poco optimismo que se desprende del análisis sobre
capacidad de la escolaridad para combatir la desigualdad, el primer aspecto a
señalar será que es preciso y urgente desarrollar educación más allá de las
escuelas. Las sociedades latinoamericanas actuales, considerando el proverbio
africano: “para educar un niño hace falta toda la aldea”, deberían transformar
la educación en un objetivo de toda la sociedad, no solo de las escuelas. La
educación es un derecho humano para toda la vida, en todo ámbito; la sociedad
debería ser matriz educadora, no puede delegar y responsabilizar solo a las
escuelas, y menos a los profesores que trabajan en ellas.
Pero esto no quiere decir que las escuelas no pueden hacer
nada por la educación. Ciertamente tienen que transformarse en espacios y
tiempos de construcción de conocimientos, actitudes y valores; pero no solo ni
principalmente los requeridos por los “mercados”, sino por aquellos requeridos
por la democracia sustantiva, por la que construye ciudadanos activos,
responsables y solidarios con los otros, con el mundo social diverso y con el
planeta herido. Los conocimientos, actitudes y valores que son demandados por
la democracia que construye libertad creativa al tiempo que justicia social y
sustentabilidad ecológica.
Las escuelas latinoamericanas son hoy día un campo de
disputa ideológica entre quienes quieren dejarlas a la “mano invisible del
mercado”, que todos ya sabemos para quienes trabaja, y quienes queremos que
sean espacios y tiempos de cultivo de humanidad, de educación liberadora (como
afirmaba Paulo Freire), de aprendizaje intergeneracional recreando las diversas
culturas humanas, en cada rincón del planeta.
Si “lo esencial es invisible a los ojos”, también la
educación es irreductible a la medición estandarizada. Las escuelas pueden
combatir la desigualdad en la medida en que devuelvan la dignidad humana a sus
estudiantes, sus profesores y sus comunidades. La dignidad humana no se “da”,
se construye con el reconocimiento y la participación que de éste deriva. Las
escuelas son lugares y tiempos privilegiados de construcción de subjetividad
social en sus actores. Cambiar las prácticas de la cotidianidad escolar a favor
de los actores principales (maestros y estudiantes), a favor de “lo invisible a
los ojos”, del vínculo social y educativo, del amor y el diálogo
intergeneracional creativo, es el camino. Las escuelas del mundo no pueden ser
tan iguales en contextos tan diversos y desiguales. Se impone una eclosión de
diversidades escolares que respondan a las urgencias educativas de sus
comunidades. Con urgencia y a tiempo, las escuelas, cada escuela, pueden
orientar sus recursos y sus posibilidades en combatir la desigualdad incorporándose
a la lucha por la dignidad, la justicia y la liberación de cada pueblo, cultura
y grupo social en el que están inmersas.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2015/05/10/contrapuntos/1431240195_143124.html